El anillo de Quaoar y otros misterios por descubrir en nuestro sistema solar

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La historia de la ciencia está plagada de resultados inesperados: planetas que orbitan en lugares donde pensábamos que no deberían poder formarse, gas y estrellas que se mueven más rápido de lo que permite la gravedad de los objetos que vemos, o galaxias que se alejan de nosotros cuando las imaginábamos quietas. Hay datos que han dado lugar a nuevos paradigmas: el Universo se expande, los planetas migran y existe más masa de la que vemos con la luz. Y medidas que nos han llevado a la formulación de nuevas teorías que rompen con el statu quo de nuestro conocimiento hasta la fecha.

Pero la ciencia también nos regala pequeñas sorpresas, pequeñas joyas conceptuales imposibles hasta que aparecen ante nuestros ojos por primera vez. De vez en cuando se descubren objetos únicos, peculiares, que quizás no alteren el curso de la historia de la ciencia o la concepción que tenemos del Universo, pero que nos fuerzan a pensar más allá de lo que hasta ese momento creíamos posible. Estas últimas, he de confesar, son las observaciones que más nos gustan a los teóricos, aquellas que muestran realidades donde no deberían y que nos fuerzan a cuestionar lo que sabemos, a repensar lo pensado y a intentar descifrar qué es lo que no hemos tenido en cuenta en los modelos. Entre estos últimos se encuentra el descubrimiento del anillo de Quaoar.

Quaoar es un cuerpo menor del Sistema Solar, esto es, un cuerpo que orbita en torno al Sol, pero que no es un planeta, ni un planeta enano y tampoco un satélite. Esto significa que forma parte de la familia que incluye a la mayoría de los asteroides, los objetos que orbitan más allá de la órbita de Neptuno en nuestro Sistema Solar y también a los cometas. Se podría decir que es un cualquiera: con el número 50000 de la serie hasta el 2002 ni siquiera sabíamos que existía. Ahora tiene nombre propio, bautizado en honor del nombre que recibía la fuerza de la creación para la tribu Tongva, antiguos pobladores de las tierras bajas de la costa sur de California.

Quaoar tiene aproximadamente el tamaño de la península ibérica si la hiciéramos una bola. Es un poco más pequeño con 555 km de radio que el recién descubierto núcleo de hierro de la Tierra. Además, tiene una luna llamada Weywot de apenas 80 km de radio y que orbita a Quaoar a 13.320 km de distancia. Esto no es mucho, sirva como referencia que entre Palencia y Sidney hay una distancia de 17.000 km. Y, tratándose de un cuerpo menor, si esto nos pudiera parecer poco, Quaoar además tiene un recién descubierto anillo planetario y esto es interesante porque no solo es el tercer ejemplo de un anillo alrededor de un cuerpo pequeño que se ha encontrado en el Sistema Solar, los otros dos alrededor del Centauro Chariklo y de Haumea, sino porque además el anillo no está donde se espera.

Un anillo planetario es un disco formado por diminutos pedazos de hielos y otros materiales que orbita el objeto más grande. El más famoso, la imagen que se nos viene a la mente es la de los preciosos anillos que rodean a Saturno. Pero los cuatro planetas gigantes de nuestro sistema solar -Saturno, Neptuno, Urano y Júpiter- tienen anillos, lo que ocurre es que tanto los de Neptuno como los de Júpiter son tan débiles que resultan difíciles de observar y eso no lo supimos hasta que pasó por allí la sonda Voyager.

La localización de los anillos es fundamental para entenderlos; todos los anillos encontrados hasta la fecha están dentro de lo que conocemos como el límite de Roche de sus cuerpos centrales. Esto significa que el material que forma los anillos tiene que estar cerca para que la gravedad con el objeto central rompa continuamente los pedazos de material inhibiendo la formación de lunas.

El anillo de Quauar está más allá de esa distancia crítica, en concreto a 4100 km. A esa distancia del objeto central las partículas que forman el anillo deberían colisionar entre ellas y quedarse pegadas entre sí porque la atracción entre los pedazos de hielo es mayor que las fuerzas de marea. El anillo es denso y estrecho lo que significa que hay suficientes colisiones y por lo que sabemos, digamos más bien, sabíamos, deberían formar lunas simplemente en un par de décadas (sí, ¡una luna se puede formar tan rápido!).

Los anillos planetarios son historia y también algo más prosaico: hielos en colisión quizás agitados por la existencia de una luna. Pura belleza en forma de disco. Ver el anillo a esa distancia de Quaoar significa que existen otros procesos que no hemos tenido en cuenta y que están provocando que el material no se acumule para formar lunas. El anillo planetario de Quaoar es muy estrecho y pequeño para ser detectado directamente, por lo que para verlo se han utilizado la técnica de ocultaciones con múltiples telescopios que miden cómo la luz de Quaoar atenúa la luz de las estrellas al pasar por delante. En esta detección el telescopio GRANTECAN y su cámara de alta velocidad HiPERCAM han tenido un papel protagonista, ya que la duración de la ocultación dura menos de un minuto.

La solución propuesta para explicar la existencia del anillo, en este caso, pasa por asumir que las partículas puedan estar experimentando empujes gravitatorios externos que provocan que cuando chocan lo hacen a alta velocidad y, por tanto, no coagulan y crecen. Ese tipo de perturbaciones se conocen con el nombre de resonancias y pueden estar causadas por lunas no descubiertas todavía o con la luna que se conoce, Weywot. Este fenómeno no es nuevo y ha llevado al descubrimiento de planetas. En los últimos años, por ejemplo, se han acumulado datos de patrones orbitales peculiares en algunos objetos más allá de la órbita de Neptuno que han llevado a postular la existencia incluso de un nuevo planeta, el planeta X, en los confines del Sistema Solar.

Fuente: Eva Villaver para elpais.com

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